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Censos de Población y Viviendas de 2001

La aldea de las personalidades / Lista de colaboraciones

Foto del Sr. D. José María Martín PatinoSr. D. José María Martín Patino
Presidente de la Fundación Encuentro
Lumbrales (Salamanca)


Breve reseña estadística

En el Diccionario Geográfico y Estadístico de Pascual Madoz (1845), se dice que Lumbrales está situada en un llano, ventilada igualmente por todas partes, goza de buen clima, siendo las fiebres inflamatorias y periódicas las enfermedades más frecuentes. Se compone de 623 casas de 4 a 10 varas de elevación, de mala distribución interior, formando cuerpo de población en 3 grupos separados por un arroyo llamado de Troya y un pequeño regato. Hay una plaza cuadrada y otras distintas plazuelas espaciosas, aunque de figura irregular. Las calles son cómodas en su mayor número pero sucias y mal empedradas; tiene casa de ayuntamiento con cárcel y un torreón en la plaza con reloj y varios calabozos para presos de alguna gravedad. Una escuela de niños y otra de niñas de primeras letras ambas, concurren como 200 alumnos. Varias fuentes, balsas y lagunas, de donde se surten las gentes y ganados; las aguas son poco abundantes y de mediana calidad. Hay una iglesia parroquial con un hermoso templo dedicado a Ntra. Sra. de la Asunción. A la salida del pueblo se ve una ermita llamada del Humilladero del Sto. Cristo, y por último, un cementerio contiguo a la iglesia que a pesar de hallarse a los afueras de la villa, no deja de perjudicar en sumo grado a la salud pública, especialmente en los meses de calor. La correspondencia se recibe de la caja de Vitigudino los domingos y miércoles. Lumbrales tiene 2.620 almas, que componen 623 vecinos.

Cuando nace José María Martín Patino, en los años 30, Lumbrales tiene una población de 3.137 habitantes, o almas en la terminología decimonónica. Desde ese año la población sigue estable, registrándose un leve descenso en 1991, puesto que el Censo llegó a contar 2.443 personas, de las cuales 1.219 eran varones y 1.224 mujeres.

Lumbrales. Por José María Martín Patino

Nací en Lumbrales, partido de Vitigudino, capital del Abadengo, como le gusta decir a mis paisanos, muy cerca de las Arribes del Duero. Vine al mundo el año 1925, en plena dictadura del general Primo de Rivera. Mi memoria de seis años mantiene vivo el día de la proclamación de la República. Mis padres, los dos maestros y fervientes católicos, nos encerraron en casa para rezar por España. Todavía recuerdo la audacia de escaparme, con mi mayor amigo de la infancia, para contemplar desde la carretera que atraviesa al pueblo, la bandera republicana que ondeaba en el balcón de la oficina de correos.

Mis referencias de Lumbrales tienen poco que ver con las de Pascual Madoz (1845). Mis paisanos superaban ya los tres millares. Las dos aulas de primera enseñanza se habían convertido en doce. Mi padre era el director de la Escuela Graduada, como se decía entonces. Un enorme atrio en forma de U ordenaba todas las aulas. En el centro quedaba espacio abundante para el frontón de pelota y otros deportes. Los vientos invernales cruzaban aquel patio en todas las direcciones. No había calefacción. Sólo existía el típico brasero alimentado con cisco de encina. Algunos trasportaban desde casa un calientapiés con unas brasas dentro de una lata perforada con mil orificios en la tapadera. Hoy disfrutan los lumbralenses de dos modernos edificios que cobijan el Instituto.

Los polos de nuestra vida familiar eran la escuela y la iglesia parroquial. Todos los días, bien de mañana, mis padres y los seis hermanos nos preparábamos para ir juntos a la escuela. La dedicación de mi padre a la enseñanza parecía excesiva a la familia. Intentó enriquecer la agricultura con un campo de experimentación agrícola, que varias veces fue destrozado por mozos del pueblo. Por las tardes acudíamos a la parroquia para rezar el rosario. Mi padre se ponía en el reclinatorio especial situado en el centro del pasillo. Por la noche atendía a la escuela de adultos o a los círculos de Acción Católica.

En casa teníamos una buena biblioteca con la colección de los clásicos castellanos y abundaban las vidas de los santos y escritos de ascética y mística. Los días de vacación y sobre todo en el verano, mi padre no podía vernos ociosos sin un libro entre las manos. Sólo en Navidad sacaba un juego infantil de lotería. En el juego del parchís era más benévolo y nos permitía jugar hasta la hora de cenar. También nos quedaba tiempo para jugar en la calle: todavía recordamos las trastadas y peripecias que vivíamos con los amigos de las familias afines. Las malas noticias de violencia y de persecución a la Iglesia que llegaban de Madrid todos los días a través de El siglo Futuro, hacían sufrir mucho a mi padre. Fueron tiempos densos de división y enfrentamiento que repercutían entre las gentes del mismo pueblo.

Disfrutábamos de amistades excelentes. Tengo un recuerdo imborrable de aquellos amigos, que me hicieron vivir los ratos más divertidos de mi vida. No olvido los paseos que algunas tardes dábamos con mi padre por el campo y que él aprovechaba para explicarnos el evangelio del domingo.

Mi madre, mujer de gran carácter y sumamente activa, llevaba el peso de la casa ayudada de una "criada" y de la "rolla". Con frecuencia venía la señora Manuela, costurera que trabajaba uno o varios días en casa hasta que arreglaba la ropa de los seis hermanos. Hacía además unas obleas riquísimas y todos la teníamos como una segunda madre. También el zapatero venía a casa y revisaba de uno en uno el calzado de todos. La matanza de dos cochinos todos los años en invierno era una fiesta. Invitábamos a todos los chavales de las familias amigas y cumplíamos con los ritos habituales de arrastrar durante el día zarzales secos que amontonábamos en el corral de casa para la hoguera de la tarde, después de saborear la rica probadura del mondongo. Ya de noche nos organizábamos para tirar "tandas": arrojábamos cacharros viejos ruidosos en algún portal abierto para sorprender a los vecinos. Creo que estas costumbres infantiles poco cívicas han ido desapareciendo por la multiplicación de bares y discotecas.

Estalló la guerra de 1936. Los tres hermanos mayores habíamos comenzado ya el bachillerato y fuimos perdiendo poco a poco el contacto con el pueblo. Pero la sublevación de las tropas franquistas nos sorprendieron en las vacaciones veraniegas de Lumbrales. Después de cenar mi padre sacaba a la ventana una radio primitiva y venía un buen grupo de amigos para tomar el fresco y escuchar el parte de guerra. Cuando los "nacionales" tomaban alguna ciudad como Badajoz o Toledo se organizaban manifestaciones hasta la plaza del ayuntamiento donde surgía siempre algún espontáneo que comentaba la victoria.

Ahora, cuando vuelvo a Lumbrales me encuentro con un pueblo distinto. La Iglesia herreriana, con su mole inmensa de granito, sigue destacando en la silueta del paisaje. Por dentro ha sido notablemente restaurada. Desencalada, ha devuelto su belleza pétrea a sus muros y arcos. Todas las calles del pueblo han sido pavimentadas y el agua corriente llega a todas las casas. Lumbrales destaca también por el número de sus jóvenes que han obtenido títulos universitarios y son conocidos en todas las profesiones más cualificadas. Sin duda esto tiene mucho que ver con los excelentes maestros de que ha disfrutado.