Censos de Población y Viviendas de 2001
La aldea de las personalidades / Lista de colaboraciones
Sr. D. José Bono Martínez
Presidente de la Junta de Castilla-La Mancha
Salobre (Albacete)
Breve
reseña estadística
En el Diccionario Geográfico
y Estadístico de Pascual Madoz (1845), se dice
que Salobre, situado en un ameno y delicioso valle,
atravesada la población por un arroyo, cuyo paso
facilita un puente, goza de clima templado y sano. Tiene
150 casas; la consistorial; un "estenso" y
grande edificio, que en otro tiempo fue fábrica
de hoja de lata, y en la actualidad lo ocupan varios
vecinos. Escuela de instrucción primaria frecuentada
por 40 alumnos; una iglesia parroquial (Ntra. Sra. De
la Paz) aneja de la de Reolid. Confina con los términos
de Vianos, Alcaraz, Bienservida y Villapalacios: dentro
de él se encuentran varias fuentes de buenas
aguas, 7 cortijos denominados del Ojuelo, 2 que llaman
Crucetas, el de la Herrería y el del Ocino. El
terreno es montañoso en su mayor parte y de buena
calidad: comprende buenos bosques poblados de pinos,
robles, encinas, aceres, tejos y varios arbustos. El
correo se recibe y despacha en Alcaraz. Hay caza de
perdices, conejos, liebres, venados, corzos y jabalíes;
el arroyo que atraviesa la población cría
abundantes y "exquisitas" truchas. La industria
es agrícola y recriación de ganados, una
ferrería y un martinete para elaborar tiradillo
de hierro.
Cuando nace José
Bono, en los años 50, Salobre tiene casi la
población más alta de toda su larga historia,
con 2.017 habitantes, o almas en la terminología
decimonónica. Desde ese año la población
disminuye vertiginosamente y en 1991 el Censo contó
670 personas, de las cuales 351 eran varones y 319 mujeres.
Salobre. Por José Bono Martínez
Salobre es un pueblo pequeño de la Sierra de Alcaraz,
en la provincia de Albacete, donde nací a comienzos
de los años cincuenta. Siempre vuelvo a él.
A veces, solamente viajo con la imaginación o
en sueños, pero siempre regreso a un lugar que
me sirve de cobijo, de protección.
El ruido del río que lo
cruza me transporta a mi infancia, porque desde pequeño
me acostumbré a dormir escuchándolo.
Allí cogí renacuajos, e hice balsas
para bañarme con mis amigos hasta que ya tuve
edad bastante y me dejaron ir a la balsa del Estrecho.
"A ésa no, que te traspasa y hace remolinos",
solía decir mi madre.
Mi calle la recuerdo mucho más
grande de lo que es. Mayor y más hermosa. No
estaba asfaltada. Jugábamos a las canicas,
a las chapas…, podíamos hacer el gua, o lanzar
el zompo sin dañar el pavimento. Ahora no sería
posible porque el asfalto y el cemento no admiten
esos juegos. Pero nadie los echa en falta porque los
niños de hoy tampoco saben, por lo general,
qué es la parpalla, ni los santos, ni el gua. También me gustaba estar
en la Placeta, donde la llegada de cualquier coche
era una novedad que no dejaba indiferente a nadie.
Reconocíamos a los dueños por el ruido
de sus coches, algo que ahora resultaría imposible. Los vecinos eran como de la familia,
puedo recordar a todos por sus nombres, sus apodos,
su oficio o cualquier otra peculiaridad o anécdota
que les diferenciase.
En la tienda de mi padre aprendí
muchas de las habilidades requeridas para su oficio:
a medir telas, a envolver el azúcar en papel
de estraza o a cortar el bacalao con una cuchilla
que conservo. Pero, a la vez, a saber de las necesidades
de la gente cuando tenía que apuntar en un
libro lo que se daba fiado.
Los cincuenta eran tiempos de
pocos medios, difíciles para vivir y mucho
más para divertirse, aunque con poco se hacía
fiesta y una luminaria en honor de cualquier santo
servía para asar patatas en la lumbre.
Como no había televisión,
el aburrimiento se mataba con comentarios los unos
de los otros. Casi todo se sabía de todo el
mundo; esta apertura informativa facilitaba una relación
muy familiar pero también provocaba un tipo
de vida muy condicionada por la percepción
de los demás. Aquella familiaridad no se ha
perdido, pero hoy es más abierta y tolerante.
El de entonces como el de ahora,
en mi pueblo, son dos mundos entrañables, aunque
diferentes. Se tenía que ir a la fuente a por
el agua; no había grifos ni duchas ni baños
en las casas; acaso en alguna, además de la
cuadra o el corral, se disponía de un retrete
con una tabla de madera. Tampoco es ni parecido el estado
de la escuela; valga el ejemplo de que en aquélla,
modesta, pobre y bastante fría, cada niño
tenía que llevar una lata de sardinas llena
de ascuas para calentarse.
Y estos no son chascarrillos ni
detalles anecdóticos; muestran cuan diferentes
fueron aquellos niveles de vida y los de ahora, a
la vez que revelan unas condiciones que determinan
decisivamente la existencia de las personas. Porque no sólo ha cambiado
los aspectos materiales; con ellos también
las aspiraciones legítimas han sustituido a
la resignación y se han modificado los horizontes
de la vida.
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